Hay semanas (o meses), según la mala leche del destino, en las que no vives, sobrevives. Te levantas creyendo que vas a tener un día normal, ordenadito, con tu rutina más o menos encarrilada… y de repente, ¡pum! Otro fuego. Otro marrón. Otra urgencia que te cae encima sin pedir permiso, como un repartidor dejando el paquete en casa del vecino y largándose sin llamar.
Y ahí estás tú, apagando incendios. Corriendo de un lado para otro. Pisando charcos que ni te tocaban. Apagando fuegos que ni habías encendido. Reformando desastres que ni te correspondían. Todo mientras tu rutina, esa pobre criatura frágil y delicada, se deshace como la sacarina en tu infusión.
La rutina es como el gimnasio: cuesta arrancarla y cuesta el triple recuperarla cuando la pierdes.
Porque sí, en cuanto entras en modo bombero, se va todo a tomar por culo: la hora a la que comes, la hora a la que duermes, el orden de tu casa, tu concentración, tu productividad y probablemente tu buen humor, que queda reducido a cenizas junto con tu paciencia.
Y lo peor es la vuelta.
Dios, la vuelta.
Volver a la rutina después de una racha de fuegos es como volver al tatami después de tres semanas de comer como un cerdo: te duele todo, te sientes torpe, y encima tienes la sensación de que el resto del mundo va una marcha por delante. Todo cuesta el doble. O el triple. Volver a coger el ritmo es como convencer a tu cerebro de que deje de comportarse como un mono puesto de cafeína y vuelva a comportarse como un ser humano.
Porque cuando llevas días o semanas apagando fuegos, tu mente entra en modo emergencia, ese modo cavernícola en el que solo sabes reaccionar, correr, apagar, resolver, respirar y repetir. No hay plan. No hay estructura. No hay agenda. No hay paz.
Solo caos… y tú intentando parecer que controlas algo.
Pero oye, también te digo una cosa: sobrevivir a esos picos de trabajo, volver a ajustar la rutina y recomponerte como si nada, eso te hace más fuerte. Y más canalla.
Te convierte en ese tipo de persona que, después de un incendio, se sacude el polvo, se estira la camiseta, se mira al espejo y dice:
“Bueno, venga. A ver quién es el siguiente que me quiere joder la mañana.”
Porque al final, la vida es eso: un equilibrio raro entre intentar mantener tu rutina y aceptar que, cada dos por tres, el mundo te va a mandar un fuego nuevo para que no te relajes.
Y qué coño, también tiene su punto.
Apagar algún fuego de vez en cuando te recuerda que estás vivo.
Y volver a la rutina te recuerda quién eres.
Aunque cueste. Aunque dé pereza. Aunque te entren ganas de mandar todo a la mierda.
Pero tú vuelves.
Siempre vuelves.
Porque eres de los que arden… pero no se queman.