Hay que decirlo sin rodeos: las notas son una puta trampa. Una forma torpe y vieja de hacer creer a los padres que el éxito de un niño se puede medir con un número. Y no, no se puede.
Yo tengo un hijo con TDAH. Y no, no saca dieces. A veces ni saca cincos. Pero si existiera una asignatura que se llamara “levantarse mil veces sin rendirse”, la aprobaría con matrícula. Porque lo que él hace cada día, esfuerzo, superación, concentración a contracorriente, vale más que todos los sobresalientes del mundo.
Pero claro, eso no se evalúa. No se puntúa la paciencia, ni las ganas, ni el valor de seguir cuando todo el sistema parece diseñado para ponerte la zancadilla. Te prometen adaptaciones: más tiempo, exámenes con enunciados claros, tareas ajustadas, acompañamiento personalizado. Pero llega la hora de la verdad y el profesor de turno no tiene ni puta idea de cómo hacerlo. O peor, lo sabe y no le apetece. Porque adaptar cansa, porque requiere empatía, porque rompe el orden. Y claro, el sistema no está hecho para eso. Está hecho para los que encajan, no para los que dan guerra.
Las notas sirven para clasificar, etiquetar y tranquilizar a los adultos que necesitan creer que todo está bajo control. Que si su hijo tiene un 9, será feliz, responsable y exitoso. No funciona así.
Yo he visto a mi hijo esforzarse el triple que otros solo para llegar a la mitad. He visto cómo el TDAH no le deja concentrarse más de cinco minutos seguidos, pero él lo intenta igual, una y otra vez. Y sí, a veces no sale. A veces se enfada, se frustra, se cabrea con el mundo y conmigo. Pero luego vuelve a intentarlo. ¿Sabes lo que es eso? Disciplina. Valentía. Resiliencia.
Y, sin embargo, el sistema le pone un número. Un 4, un 5 raspado, un “necesita mejorar”. Claro que necesita mejorar, pero no en lo que el profesor cree. Necesita mejorar su confianza, su autoestima, su sensación de que vale igual que los demás aunque no entre en el molde de los números redondos. Porque en esta vida, los moldes son para el pan, no para las personas.
A veces pienso que la educación está montada al revés. Que se premia al que memoriza y se castiga al que pregunta demasiado. Que se exalta al que repite, pero no al que se atreve a pensar distinto. Y mientras tanto, los críos que más luchan son los que más sufren. Los que se sienten tontos porque nadie les explica que su cerebro va de otra manera.
Mi hijo no necesita un diez. Necesita un sistema que no le haga sentir menos por no tenerlo. Necesita adultos que entiendan que el valor de un niño no cabe en un boletín de notas. Necesita que alguien vea lo que hay detrás del esfuerzo invisible: las tardes infinitas intentando concentrarse, los esquemas repetidos mil veces, las rabietas, las lágrimas, los logros minúsculos que para otros no significan nada, pero para él son montañas.
Porque sí, puede que no saque dieces. Pero tiene una capacidad brutal para no rendirse, para reírse cuando el día ha sido un desastre, para volver a empezar cuando cualquiera tiraría la toalla. Y eso, créeme, no se enseña. Se tiene o no se tiene. Y él lo tiene.
Mientras algunos padres presumen de boletines de notas, yo presumo de hijo. De su forma de mirar el mundo con una mezcla de caos y curiosidad, de cómo su cabeza va más rápido que los deberes, de cómo transforma cada fallo en una nueva manera de hacerlo. Porque la vida, al final, va de eso: de insistir, de adaptarte, de seguir moviéndote incluso cuando nadie te aplaude.
Así que sí, las notas me la sudan. Me la sudan los sobresalientes, los informes y los diplomas. Prefiero ver a mi hijo con la cabeza alta, aunque el papel diga lo contrario. Prefiero su constancia imperfecta a la perfección vacía. Prefiero su esfuerzo de verdad, el que no se ve, al aplauso fácil del número bonito.
Y si algún día alguien le pregunta por qué no tiene mejores notas, espero que tenga la confianza suficiente para contestar: ”porque mis cojones no caben en el boletín”.
Eso sí que no se aprende en clase.