Vale, lo confieso: me trago muchas series esperando poder rajar a gusto, y Maestro me ha jodido el plan. Porque lo que parecía otra historia sobre un torero con el ego más grande que la plaza de Las Ventas ha resultado ser una pedazo de serie.
Aquí no hay tópicos de cartón piedra ni discursos de “la fiesta nacional”. Hay vida, redención, y ese tipo de personajes que huelen a verdad. El protagonista, David (Ricardo Gómez), es un pringao con aspiraciones que acaba currando de chófer para El Maestro, un torero interpretado por Óscar Jaenada, que se come la pantalla con esa mezcla de grandeza, derrota y magnetismo que solo tienen los que han estado muy arriba… y también muy abajo.
La serie no va solo de toros, va de personas que sangran aunque no haya una muleta de por medio. De orgullo, de segundas oportunidades, de esa frontera fina entre el arte y el vacío. Y lo cuenta con calma, con elegancia y con una puesta en escena que parece hecha para degustar con un vino y no con palomitas.
La fotografía es una maravilla: hay luz, polvo, y una España rural que no necesita filtros de Instagram para ser preciosa. Los silencios pesan, los diálogos cortan, y cuando el Maestro pisa el ruedo, entiendes que ahí no hay postureo: hay respeto, hay tradición y hay un oficio que sigue teniendo algo de sagrado.
Lo que más me ha gustado es que no intenta justificar nada. No adoctrina, no pide perdón. Solo muestra. Y eso, en los tiempos que corren, es casi revolucionario.
Jaenada está inmenso, como si naciera para ese papel, y Ricardo Gómez hace de espejo del espectador: ese tipo normal que entra en un mundo que no entiende del todo, pero que le acaba fascinando. Y sí, al final tú también caes.
Maestro no es una serie de toros: es una serie sobre la vida, sobre perder el rumbo, volver a intentarlo y entender que el valor no está en el aplauso, sino en salir otra vez al ruedo aunque sepas que puede doler.
Una historia bien contada, con verdad, con cojones y sin miedo a ser lo que es. Ojalá más así.