Sí, lo confieso: en cuanto octubre ha asomado la patita, yo ya estoy sacando las cajas del trastero. Mientras medio país aún anda con la resaca del verano y los escaparates siguen vendiendo chanclas, yo ya estoy colgando adornos, poniendo el árbol y encendiendo las luces como si me patrocinaran los de Iberdrola. Y sí, lo disfruto. Mucho.
Hay gente que dice que “todavía no toca”, que “es muy pronto”, que “pierde la magia”. Pues mira, la magia se me activa justo cuando empieza a refrescar y huele a castañas. A mí me das una tarde lluviosa de octubre, un café caliente y una playlist de villancicos indios que me han descubierto recientemente mis hijos, y me tienes montando el árbol como si fuera el Rockefeller Center.
Porque la Navidad, al final, no va de fechas. Va de sentirte bien. Y si a mí me hace feliz poner un cartel luminoso para que Papa Noel sepa donde tiene que dejar los regalos mientras los demás siguen en manga corta, pues lo hago y punto. Que cada uno se deprima cuando quiera, y yo decoro cuando me da la gana.
Además, empezar en octubre tiene sus ventajas. No hay prisas, no hay colas, no hay estrés. Y cuando el resto ande peleando por el último rollo de papel de regalo o comprando bolas en el chino, yo estaré en mi sofá, con el árbol ya perfecto y una café especial viendo pelis de Navidad.
Así que sí: soy de los que empiezan antes, de los que viven la Navidad con descaro, de los que disfrutan cada bombillita desde el primer día. Y al que le moleste, que mire para otro lado… o que venga a ayudarme a colgar adornos en casa, que todavía me faltan muchas cosas.
Porque la Navidad no se mide en días, se mide en ganas. Y las mías empiezan en momento en el que mis huevos camelan.