Hay una especie que aparece cada verano en los pueblos, justo cuando el campo huele a vida y las matas rebosan de tomates gordos y pimientos brillantes. No es el correcaminos ni el jabalí. Es peor. Es el roba-huertos, ese personaje miserable que se mete entre las matas ajenas a las seis de la tarde, con la gorra calada y la bolsa del Mercadona, a llevarse lo que no ha sudado.
Y no lo hace por hambre, no te engañes. El cabrón no roba para comer. Roba por vicio. Porque el tomate del vecino “parece más rojo”, porque “solo cojo unos pocos”, o porque “aquí todo el mundo tiene de sobra”. Es el típico que se mete en tu huerto y, encima, tiene los santos cojones de saludarte mientras arranca tu pimiento. “¡Qué hermosos te han salido este año, Paco!” Sí, claro, hijo de puta, hermosos hasta que tú los tocas.
En los pueblos todo el mundo sabe quién es, pero nadie lo dice. Se mueven en ese silencio cómplice del cotilleo rural. “Yo no señalo, pero ese hombre siempre sale del camino con las manos llenas.” Y tú, que llevas meses regando, quitando malas hierbas, agachándote con cuarenta grados, llegas un día y te encuentras las matas peladas como si hubiera pasado un enjambre con manos.
Y lo peor no es que roben. Lo peor es que encima van de listos. Te lo justifican. “Bah, si total, tú tienes muchos.” O el clásico: “Yo solo cogí los maduros, que se te iban a echar a perder.” ¡Qué generosidad, joder! Roban y encima te hacen creer que te están haciendo un favor. Los Robin Hood del tomate.
No hay cárcel para esta gente, pero debería haber vergüenza pública. Que los pongan en la plaza, con un cartel que diga: “Yo robé los pimientos de Julián”. Y que la abuela del pueblo les mire con esa cara que da más miedo que la Guardia Civil. Porque eso sí duele.
Lo más triste es que esta fauna rural arruina lo que más bonito tiene el campo: el respeto por lo que uno trabaja. Porque un huerto no es solo cuatro matas y un riego, es la siesta perdida, el lumbago, la ilusión de ver el primer tomate salir sin gusanos. Y que venga el listo de turno con su cesta y su morro y te lo arranque de cuajo, eso sí que es para soltarle la azada en el lomo.
Y luego van al bar del pueblo tan tranquilos, presumiendo: “Pues los mejores tomates, los de la huerta del Mariano.” Hombre claro, si son los suyos, cabrón.
El día que el pueblo se canse, no harán falta cámaras ni denuncias. Bastará con una mañana de agosto, un huerto vigilado y un cubo de estiércol esperando detrás de la valla. Porque a veces la justicia rural no necesita leyes, solo una buena puntería y ganas de devolver la jugada.
Así que, si eres de esos que va con la bolsa y la excusa, piénsatelo dos veces. Porque el tomate que robas tiene dueño, trabajo y orgullo. Y algún día, cuando muerdas uno de los tuyos, igual no te sabe tan bien… porque sabrás que el mejor lo robaste.