Hay algo que me revuelve el estómago cada vez que veo un partido: esa ceremonia repugnante de los futbolistas escupiendo y soltando mocos como si el campo fuera su maldita ducha. No falla. Minuto tres: plano cerrado de un tío de 90 millones de euros lanzando un gargajo con la precisión de un francotirador.
¿Pero qué cojones les pasa? ¿Es una necesidad fisiológica?¿una cábala. Porque no hay otro deporte donde los jugadores escupan con tanta pasión. Ni los boxeadores sueltan tanta saliva. En el fútbol es como una tradición sagrada: botas nuevas, escupitajo. Himno nacional, escupitajo. Fallan un penalti, doble escupitajo con bonus de moco proyectil.
Y lo hacen con una elegancia que asusta. Levantan una fosa nasal, tapan la otra con el dedo y ¡zas!, lanzan el proyectil a cámara lenta, con técnica. Deberían incluirlo en las estadísticas: “Pases completados: 45. Escupitajos: 6.”
El problema no es que lo hagan, que ya es bastante asqueroso, sino que lo hacen en público, en alta definición, y delante de millones de personas que están cenando.
Y luego se abrazan, se besan en los goles, se dan la mano, y todos con la boca llena de babas compartidas. Es un milagro que el fútbol no sea el foco mundial de nuevas pandemias. Si hicieran los test de ADN del balón, seguro que sale más mezcla genética que en el árbol familiar de los Habsburgo.