Hay una epidemia peligrosa en este país: el complejo de superhéroe barato. Ahora resulta que en Gijón dos leoneses quisieron hacer lo más natural del mundo, entrar al agua, y los trataron como si hubieran intentado invadir Normandía. Oye, que no eran chavales gamberros ni borrachos con flotador de unicornio, eran dos tipos que querían bañarse, joder. Pero claro, ahí aparecen los guardianes de la moral playera, los socorristas con ínfulas de policía nacional, a montar el pollo y a sacar pecho como si estuvieran salvando a la humanidad de un tsunami nuclear.
La escena fue de traca: la gente en la arena, aplaudiendo como focas en un zoo barato, gritando “¡ahógate si quieres!” a un tío que lo único que había dicho era que se iba a meter hasta las rodillas. Ni un triatlón, ni un desafío a Poseidón, simplemente mojarse las patas. Pero claro, el público español adora su circo, y cuanto más cruel, mejor. Y ahí estaban, convertidos en coro romano pidiendo sangre por un chapuzón de mierda cerca de la orilla con bandera roja.
Lo mismo pasa en Madrid con los grafiteros. Pintar un vagón no es precisamente un crimen contra la humanidad. El metro está más sobado que el mando a distancia de un bar de carretera, pero aún así salen los “héroes del abono transporte” a encararse con chavales con sprays. ¿De verdad te vas a jugar la cara porque alguien pinte “SKR” en la chapa de un tren que ya huele a sudor desde 1994? Es ridículo. Bravo, campeón. Seguro que gracias a ti el planeta es más seguro y Renfe va a darte un bono vitalicio de agradecimiento.
El problema no son los que pintan ni los que se mojan, el problema son los gilipollas que ven villanos en cada esquina y se ponen la capa de justiciero sin que nadie se la haya pedido. Al final, los únicos que hacen el ridículo son ellos, convertidos en memes humanos, protagonistas de broncas absurdas que no llevan a ninguna parte.
El mundo necesita menos policías de chándal y más gente que viva y deje vivir. Que bañarse en el Cantábrico no es un crimen ni debe ser un privilegio custodiado por el Inem de los vigilantes de la playa y que un grafiti en el metro no mata a nadie. Lo que sí mata es este espíritu de justiciero frustrado que convierte cualquier chorrada en un drama.
Así que larga vida a los chapuzones y a los sprays. Y que los “héroes” de saldo se queden en casa viendo pelis de Marvel, que es lo más cerca que van a estar de ser alguien.