Nuestra Opel Combo: fea como un demonio, pero más libre que un pájaro

A ver, que no os voy a mentir: nuestra minicamper no es de esas furgos de Instagram con madera barnizada, luces LED estratégicas y cojines boho-chic. No. La nuestra es una Opel Combo con más años que un estanco, fea como morder un ladrillo y con la aerodinámica de una caja de zapatos. Pero es nuestra. Y ahí dentro, por cutre que parezca, cabe una de las mejores formas de vivir la vida.

La encontramos casi por casualidad. Resulta que una empresa que montaba kits de camperización la usaba de exposición. Ahí estaba, aparcada, enseñando sus tripas a todo el que quisiera ver cómo se transforma un trasto viejo en un minipiso sobre ruedas. Y cuando la vendieron, nosotros fuimos los locos que dijeron “sí, quiero”.

Eso sí, cuando la compramos tuvimos que meterle mano. Con la ayuda de unos amigos y de unos profesionales como la copa de un pino (los cracks de Talleres Yilali en Móstoles) la dejamos perita, lista para la aventura y con más ganas de carretera que nosotros mismos.

¿El espacio? Pues mira, justito. Aquí no hay lujo de pasillo central ni cocina con isla. Si quieres encontrar algo, más vale que tengas el orden de un monje zen, porque en una minicamper cada centímetro cuenta. Un calcetín fuera de sitio y ya parece que ha pasado un huracán. Pero eso también te enseña a vivir con menos, a valorar lo que tienes y a descubrir que no necesitas media casa para ser feliz.

Y en este espacio reducido, hay algo que se aprende rápido: a buscarse la vida. Para ir al baño, a veces toca tirar de bares, gasolineras o cualquier sitio que nos pille de camino. Y para la ducha… tenemos una portátil que es como un milagro embotellado. No será un spa, pero después de un día de playa, montaña o carretera, ese chorrito de agua sienta de maravilla.

El almacén es mínimo, pero milagrosamente nos caben un montón de latas de comida. Incluso a veces nos venimos arriba y cocinamos unos huevos fritos o un plato de pasta en una cacerola, que nos sabe mejor que cualquier menú caro. Pero lo que de verdad es religión para nosotros es el café de la mañana, hecho en el hornillo, con ese aroma inundando la furgo mientras el mundo ahí fuera se despereza. No hay cafetería que lo supere.

Lo bueno de una minicamper es que puedes dormir donde te dé la gana. Playa, montaña, junto a un río, en medio de la nada o detrás de un polígono industrial (que no será bonito, pero a veces es lo más práctico). El mundo se convierte en tu jardín, y despertar en un sitio distinto cada día es como abrir un regalo sorpresa sin pagar suscripción mensual.

Y sí, no es perfecta. Hace ruidos raros, el salpicadero tiene más grietas que un mapa viejo y, si hace viento, parece que va a despegar como un cohete. Pero cuando estás tumbado dentro, con las puertas abiertas, viendo cómo se pone el sol y escuchando el silencio, entiendes que esto no va de estética ni de comodidad, sino de que cada viaje, por pequeño que sea, se convierta en una historia que solo podrías vivir sobre cuatro ruedas.